domingo, 28 de marzo de 2010
Jungla
Es la ciudad, porque él es la ciudad. Él es el remolino.
miércoles, 10 de marzo de 2010
Noche de paz
Cuando miré de vuelta mi mano sólo encontré marcas de lo que había sido, aparentemente, una noche difícil. Debo haberme caído sobre una botella rota mientras intentaba dejar atrás mis sombras: los vidrios todavía podían verse entre las cicatrices frescas en la palma de mi mano izquierda y tenía los codos llenos de raspones, como si con ellos hubiera aterrizado sobre el asfalto mojado cerca de aquel río.
Tengo la cabeza en otra parte y no lo puedo disimular. Busco desesperadamente un lugar en donde pueda sentarme a respirar, mi corazón late acelerado y los ojos no me paran de llorar. Intento casi con violencia limpiarme la sangre de las manos en el pasto; tengo demasiada. El cuerpo de Luque todavía debe estar entre las piedras del río, seguramente nadie lo encontró aún y yo, aunque tengo la cabeza en otra parte, todavía tengo el corazón ahí.
No sé si quise matarlo pero él me agarró tan fuerte que tuve que empujarlo para que me soltara. Yo buscaba defenderme, no me dejó opción. Cuando llegue la policía voy a poder decirles eso: nadie puede culpar a otro por querer escapar de su propio infierno, uno que Luque había inventado. Si esa noche no me iba de casa, él me iba a matar a mí.
Ahora mi cabeza está tranquila y mi corazón conmigo. El juez no creyó que yo buscara defenderme pero por lo menos ahora puedo dormir en paz.
jueves, 4 de marzo de 2010
No era arcoiris
Mis días son casi siempre celestes, buenos o malos son celestes.
Si llueve es casi azul; si hay sol, celeste cielo.
Existen días de todos los colores. Yo quiero los míos celeste cielo. El cielo es el límite.
miércoles, 3 de marzo de 2010
Sobre esperar (y que las horas no se hacen, los minutos que son días)
martes, 2 de marzo de 2010
Días que se escapan
Decía eso, lo pensaba. Hoy no parece sábado. Y no, de hecho no parecía.
Corría todas las semanas; martes, jueves y sábados, uno que otro lunes quizás. Pero ahora corría y no parecía sábado y, aunque no sabía bien qué día podía llegar a ser, tenía la sensación de que no hacía falta saberlo. De repente vivir sin días estaba bien. Vivía sin días porque sabía que cuando los quisiera de vuelta podía pedírselos a alguien, tomarlos prestado, volver a la rutina y quizás recuperar los suyos si le gustaban.
Sus días ya no eran suyos del todo, lo eran pero no enteros. Ahora eran muy de otra persona, muy de él. Muy de los dos cuando se veían. Pero se olvidaban que era sábado. Se olvidaban de la hora y podían ver atardecer o amanecer indiferentemente, riéndose, despeinados.