viernes, 28 de mayo de 2010

Reloj sin fantasmas (primavera mental)

Que si vas, que si volvés, que no siempre es fácil saber en qué baldosa estás parado. Prácticamente inmóviles vuelan unas agujas del reloj que no te dan tiempo de descuento; que la vida no te da tiempo de descuento, casi que no hay tiempo para parar a pensar. Unas agujas que buscan refugiarse en tu cabeza y vos no sabés si el reloj está parado o los minutos siguen corriendo, porque no siempre es fácil.

Están los fantasmas que te vuelven loca; está el viento, el frío que se siente en la tristeza de una madrugada en el sillón, de una cara empapada de recuerdos, de pedazos de alma que no sabemos si todavía están. Están los fantasmas y está el tiempo, porque sólo con tiempo los fantasmas (o los recuerdos fantasmas) deciden volar lejos del presente y volver a ser pasado; dejar de ser fantasmas y ser sólo recuerdos. Sólo con el tiempo aceptamos que hay fantasmas, y con muchos más relojes aprendemos a dejarlos ir.

No siempre es fácil, saben hacerlo difícil porque tienen memoria y no conocen el olvido. Son los fantasmas que te vuelven loca cuando es de noche, cuando sólo escuchas el sonido (o el ruido) de tus pensamientos, cuando sólo es posible escucharse a sí mismo. Sólo con el tiempo aprendemos a escuchar fuera de las de esas paredes, fuera de los fantasmas, y con muchos más relojes aprendemos a sonreír.

Cuando entendemos que la vida no te da tiempo de descuento y que casi que no hay tiempo para parar a pensar, el frío de madrugada se hace primavera (primavera mental); es entonces cuando dejamos ir los fantasmas y aprendemos a sonreír.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Los ojos cerrados (onomatopeyas)

Tic, tictic, tic, tictic, tic, tictic, tic, tictic seguía sonando en su cabeza y no quería abrir los ojos. “Que pare”, pensaba. Pero la canilla seguía goteando y no iba a parar. Tic, tictic, tic, tictic, tic, tictic.

Dio unas vueltas en la cama, la almohada que giraba en sus pies de un lado a otro y las sábanas enredadas casi que le pedían que se quedara, siempre los ojos cerrados. Seguía pensando en el agua, en las gotas de esa canilla que venía torturando su sueño hace varios días, que todas las mañanas empezaban igual. Seguía pensando en lo desordenado de sus pensamientos, tanto como para poder pensar sólo en una canilla, en el agua. Seguramente hubo un tiempo (uno pasado, o uno de ayer, o hace minutos, no sabía bien) en que pensaba más allá de las gotas, en que su mente estaba lo suficientemente en calma como para no registrar las gotas; pero no era este tiempo, ya no existían esos minutos.

La luz se escurría con paciencia entre las persianas del departamento y éste se empezaba a llenar de ciudad con los ruidos de la gente que ya salía a trabajar (y pensaba “que pare, por favor, que pare” como si eso detuviera el correr de las gotas –de los días, de la vida). Ya no había lugar para las vueltas en la cama porque cuando la ciudad entra en ritmo te deja afuera y no hay nada que se pueda hacer más que quedarse mirando a la gente pasar (mirar desde un costado, mirarla correr y empujar hacia atrás con angustia unas agujas que –sabemos- no podemos mover).

El tiempo que había pasado desde que su departamento era sólo silencio ya no lo sabía. Ella se había ido una mañana como hoy sin siquiera llevarse sus cosas (seguían ahí, en la caja, en un ropero sin llave) y desde ese momento sólo sabía escuchar pasos y gotas, ruidos que apenas significaban un desequilibrio emocional u otras tantas cosas que él no podía saber. El tiempo que había pasado no lo sabía porque había dejado de saber lo que era el tiempo (como si nosotros pudiéramos saber qué es el tiempo, si es una palabra o mil imágenes u otro mundo, o el mundo, nosotros tan insignificantes en tanto mundo); es que también había dejado de saber.

La almohada rodó hacia el piso y el silencio era tal que se oyó retumbar entre libros y zapatos tirados junto a la cama. Los libros apilados se desmoronaron y los zapatos siguieron ahí, sin usarse durante días porque no los necesitaba para estar ahí escuchando gotas, escuchando los pasos afuera en el pasillo. Las gotas seguían casi por instinto en su tic, tictic, tic, tictic, tic y quiso que paren; desenredándose de sus sábanas (pero sólo de ellas) llegó a la cocina y abrió la canilla, donde dejó correr el agua así no era más tic, tictic, tic, tictic, tic pero sí srhsrhshsrhhhhhh como hacen las canillas cuando corre el agua. Su cabeza era todo tic, tictic, tic, tictic tic entre tanto silencio en realidad, entre tanto piiipiiiii ruuuuumrum de los autos en la calle, de los pasos de taco alto tac tac tac en el pasillo, de un vecino y la guitarra sol la re mi (pero más notas no sabía), de tanto srshhsrhhhsrhhh del agua que ahora corría; su cabeza era todo.

Siempre había silencios rodeados de ruidos, pero porque un ruido no es lo mismo que un sonido. Un sonido era como su risa la noche anterior a la partida; ruidos su cabeza entre tanto silencio ruidoso, de todas las palabras que no dicen nada que no buscan nada, que blablablabla cuando sólo es suficiente un shhh o simplemente (nada), sólo eso. De tanto silencio ruidoso de que cuántas veces te encontraste solo enredado entre tus sábanas, con el mundo tan lleno de todo, tan lleno de gente que estás solo (con tantas palabras que sólo necesitás una risa).