sábado, 27 de febrero de 2010

Vas a decidir.

Vos dirás qué tan fácil es animarse al cambio. Vos que te animaste quizás lo sabés. Vos, porque tardaste tanto en decidirte, sabés que realmente no es nada fácil.

Vas a dudar, vas a pensar, vas a decidir y a arrepentirte en el mismo minuto tantas veces (tantas en el día) que sabés que no es fácil. Vas a pensar que es importante y después vas a creer que no, aunque sí lo sea, porque no es fácil. Animarse no es fácil.

Mientras la moneda giraba en la ciudad (o cuando nadie quiere escuchar sus pasos)

Giraba y giraba sobre su eje silbando una melodía que aún no había sido escrita; entre las nubes, una luna que casi no quería ser. Pasaba desapercibida entre los pasos de la gente pero la moneda no paraba de girar sobre aquella vereda, en la ciudad, fría. Haciendo malabares entre los zapatos apurados de las personas que la perdían de vista al pasar, la moneda giraba minuiciosamente, casi en silencio. Era invierno y la ciudad estaba fría, demasiado oscura; la gente se apuraba para llegar a no se sabe dónde y mientras tanto, invisible, la moneda seguía girando en cualquier esquina de una ciudad que casi se abandonaba. Los bares, arrinconados por el olvido de transeúntes que ya no entraban a saludar, se dejaban ver vacíos entre cortinas y calles que nadie quería caminar.

Nadie quiere estar solo cuando la ciudad está fría. O mejor, nadie quiere estar solo en la ciudad. Harta de gente, invadida de jungla y tantas veces tan repleta de tanto (todo el tiempo), la ciudad se impregna de soledad a la más triste de todas las horas (a cada momento, todo el tiempo) y ahí es cuando nadie quiere estar solo; nadie quiere escuchar sus propios pasos, sus miedos, los amores, la traición de medianoche.

Era cualquier esquina o la esquina de siempre, esa en donde la luminaria fallaba de a ratos o donde los bares cerraban a las tres, la que arrastraba casi por obligación a aquellos, casi desinteresados, a encontrarse fuera de la aturdida multitud; nadie quiere estar solo cuando la ciudad está fría. El viento soplaba impasible, imperturable bailando entre bufandas, en el pelo despeinado de esos desprevenidos que olvidaban el invierno.

"Hablame de ella" le dijo sin titubear, tomándole la mano.

Le pidió que le hablara de ella como si fuera un pasatiempo más, como si no hiciera frío. Los ojos de él se perdieron en el vacío por un instante, eterno, que desapareció en los recuerdos de su sonrisa.

"Sus ojos te miraban como invitándote a soñar despierto todo el tiempo. Todo era aprender un lenguaje nuevo, estaba llena de risas y de misterio. Después todo eso fue transformándose en simples silencios, recuerdos que quizás no fueron". Mientras lo decía, mirando fijo la moneda que todavía giraba a la izquierda de su zapato, su sonrisa se perdió en la oscuridad de esas palabras.

"Yo buscaba todas las ocasiones para charlar de los (no) momentos y escribirte cartas, pero vos siempre tenías que ir con ella. Nunca entendí por qué" le dijo entre la nostalgia y la llovizna que empezaba a mojar su pelo. "Cartas que nunca te iba a dar", volvió a decir. "Supongo que sólo era mi forma de mostrarte que te quería, aunque no pudieras saberlo".

"Sí, lo sabía pero ella... me llenó de (no) momentos que hoy ya no puedo sostener pero que en ese entonces... creo que eran sus ojos". Le contestó casi con lástima, casi arrepentido, sin extrañarla. Ahora sabía que todo lo había construido en su mente porque nadie quiere estar solo en la ciudad, aunque no esté fría. Los laberintos de cemento te llevan casi al delirio sin una cama en donde dormir abrazado, aunque sea a ilusiones, a (no) momentos llenos de ansiedad. "El miedo nos hace cometer locuras, vos sabrás. Yo estaba aterrado y pensar en vivir sin ella me hacía cada vez más inútil. Ahora ya no sé cómo volver atrás, son demasiadas baldosas las que caminé".

La traición se hace más oscura pasada la medianoche, cuando uno se quedó solo en su cocina mirando los minutos pasar. Azabache, vuelve para esconderse tras el perdón y las excusas que ya nadie compra (que ya nadie debería comprar). Vuelve para reirse de él con lágrimas de risa en los ojos y llenarlo de una memoria que ya no va a volver a funcionar porque los momentos ya no serán y el resto será ficción. Vuelve porque para irse hay que haber estado en algún momento, uno real (este sí). Entonces la traición se hace amiga del miedo y nadie quiere estar solo en la ciudad, nadie quiere escucharlos en sus pasos porque esa es ahora la única realidad.

"¿Seguís escribiéndome cartas?". Se detuvo y la miró casi esperanzado.

"Ya no, aunque de a ratos pienso en hacerlo. Después me acuerdo de ella, que nos rompió el corazón un poco a los dos, y ya no tengo ganas. Yo también caminé demasiadas baldosas". Se miraron sabiendo qué decirse pero sin hacerlo, congelados en la ventisca y el desamor de tiempos difíciles. Se está tanto más solo en la ciudad caminando de las manos que mirándose fijo, y nadie quiere estar solo.

La moneda seguía girando, ahora al compás de ese silencio que dolía casi tanto como el frío. La ciudad empezaba a amanecer sin ganas, como si borrarse fuera más fácil para todos. Aunque todavía había calles sin caminar y muchas de las luces jamás habían prendido, muchas otras ya eran baldosas que jamás volverían a desandarse. Llenas de miedos, llenas de momentos reales o de lágrimas que eran traición, las calles ya no estaban en silencio.

Giraba cada vez más lento, casi sin sentirlo, una moneda cualquiera a la izquierda de unos zapatos angustiados cualquiera, en una esquina cualquiera. Despertaba la ciudad entre la bruma de madrugada y los pasos apurados chocaban los zapatos angustiados, tocaban la moneda que ahora caía dorada en donde los bares cerraban a las tres. Ellos nunca dejaron de mirarse: nadie quiere estar solo en la ciudad, aunque no esté fría. En realidad, nadie quiere estar solo.

viernes, 26 de febrero de 2010

Son esos que no saben esperar.

Papeles inesperados son esos que te sorprenden mientras viajás en colectivo mirando por la ventana. Algunas veces son esos que estabas buscando y no llegan hasta muy entrada la madrugada; otras, son algunos pensamientos que, arrinconados entre tanto papelerío mental, no podemos ver.

"Papeles inesperados" también es un libro de Cortázar que recopila escritos inéditos encontrados en un cajón de su escritorio. Papeles inesperados son los que no te dejan dormir, los que quieren convertirse en tinta, los que buscan escapar de un cuaderno.

Papeles inesperados son esos que no saben esperar porque necesitan empezar a ser. Te piden un teclado o una lapicera estés donde estés. Te piden un cuaderno o una servilleta porque necesitan salir al mundo, devorarse las palabras y multiplicarse en letras. Te piden ser verso y prosa, rima y punto a parte. Los papeles inesperados te piden ser porque, desesperados, son esos que no saben esperar.

Papeles inesperados son los que quieren escapar a toda cárcel, a los prejuicios del mundo. Son la ansiedad del que escribe y la curiosidad del que lee. Los papeles inesperados son el asombro y el suspenso de no saber qué esperar cuando llegan a tus manos. Inesperados, impredecibles, son el alivio de los que no sabemos esperar.