sábado, 1 de febrero de 2014

10.23 pm

Cerrar mi cuenta de tuiter y dejar de jugar al hockey no intenta ser una demostración de que nuestros pasatiempos no nos definen, aunque mucho me cueste creerlo, sino más bien una afirmación de que -muchas veces, no siempre- nos limitan. Mientras escribo esto, un jugador de River con capacidades especiales en la longitud de su cuello mete el primer gol del Superclásico y, dos minutos, después mi eterno amor remata al travesaño. El segundo no llega. Recuerdo que en una semana voy a estar en la cancha y todo vuelve a ser un poco como siempre. Ir a la facultad, buscar trabajo, alentar los domingos, prepararle el desayuno al Chucho. Podría convecerme de que no va a ser tan diferente pero sería inútil, por no decir estúpido. El club -el celeste- es tan parte de mi vida como mi amor por el rock; nunca va a dejar de serlo porque en algún punto, sino en varios, me ha definido. Muchas de las cosas que soy y otras tantas de las que aprendí son producto de los botines embarrados, entrenamientos fríos como el Sol y pretemporadas tan calurosas como un grito de gol. Prepararme cada sábado para jugar como si fuera una final; jugar una final; ganar un campeonato, una Copa, o varias; perder un campeonato; descender. Todo eso que forja el carácter y el espíritu de cualquier  persona que se jacte de ser persona sólo por el hecho de serlo. Quien crea que practicar un deporte en un club es solamente eso, practicar un deporte, nunca ha pisado un lugar como el que yo les digo y deberían hacerlo. Todos deberían hacerlo. No puedo negar que diez años de todo eso me han definido y me alegro de que sea así. A partir de ahora, tengo un montón de herramientas que, de otro modo, nunca hubiera tenido. Voy a encontrar un trabajo que me permita cumplir lo que más deseo: conocer Nueva York. Mudarme, quizás. Voy a seguir escribiendo. Y me voy a recibir, de una vez por todas. Mientras tanto, nos empatan el partido y pienso que algunas cosas no han cambiado demasiado pero ya van a cambiar, como todo.

01 de febrero de 2014

sábado, 4 de enero de 2014

7.38 am

A esta hora la placita de Crámer se ve hermosa; ese momento en que las calles empiezan a llenarse de gente que corre al subte y no alcanza el colectivo para llegar a sus oficinas en el microcentro, como yo supe hacerlo meses atrás. Por suerte, ya no; no era feliz. Aunque su verdadero nombre es Plaza Portugal, yo le digo así porque tenemos algo de confianza. No es muy grande pero está bien cuidada y tiene banquitos de colores, justo ahí donde Crámer se transforma en un laberinto borgeano y choca con Virrey del Pino, mientras también hace lo propio con Elcano.

Esta hora es especial en casi cualquier día pero hoy Crámer está vacía y su placita también. No hay adolescentes trasnochados, ni restos de cerveza, ni señores tomando mate o durmiendo en los banquitos. Es sábado y en enero la ciudad no deja ver más que a un par de tipos paseando perros o chicas que salen a correr para no perder jamás ese ritmo frenético en el que viven todo el año. Yo podría salir a correr aunque todo el tiempo prefiero dar vueltas en la cama y desayunar con el Chucho mientras uso algunas de sus camisetas de la Banda. Debe ser lo más parecido a la felicidad que conozco. Eso y River campeón pero desayuno en la cama o panchito en la plaza son, ahora, mis momentos preferidos de la vida. 

La placita de Crámer se encuentra junto a las vías de un tren cuya estación no conozco, como tampoco su línea porque nunca lo tomo. Puedo verlo pasar desde casi cualquier punto de la casa, salvo en la cocina o al lado de la biblioteca. Me encanta ver pasar ese tren, aunque no sé nada sobre él. Es celeste y blanco; en cambio, el mío es rojo. Una casualidad divertida, dirán.

El Chucho se fue hace un rato y ya lo extraño, no es muy difícil de admitirlo. Incluso lloré cuando su taxi se alejó. Podría disculparme por mi sensiblería voraz pero, al fin y al cabo, sobre algo de eso se trata el amor. Antes lloraba sólo cuando estaba triste o me habían roto el corazón o no me entraba un jean y ahora también lo hago cuando soy muy feliz. Casi sin darme cuenta, en esos micromomentos de paz que te dejan la mente en blanco, ahí, pum, llanto. Ni idea, soy sólo una chica. Una que llora mucho. Demasiado quizás.

Esta vez lo vi muy claro: fue una mezcla de todo. La tristeza de extrañarlo cuando todavía duraba el abrazo y la felicidad de la magia incipiente, febril. Esa triste felicidad. Como sea. Un poco lloré pero después se me pasó, agarré un cuaderno suyo y volví a escribir. Acá decía “volví a escribir como lo hacía antes” pero la realidad es que jamás será como fue antes y me alegro de que así sea. A pesar y en contra de todos los pronósticos, soy mucho más feliz. Luego de esa conclusión, lloré un poco más porque sé cuánto lo voy a extrañar aunque sean sólo unos días y si hay algo peor que extrañar, es hacerlo por adelantado. Intento volver a dormir pero es inútil, el pensamiento está ahí: el Chucho, la placita, los panchitos, una canción, los abrazos, el amor.

04 de enero de 2014