A esta hora la placita de Crámer se ve
hermosa; ese momento en que las calles empiezan a llenarse de gente que corre al subte y no alcanza el colectivo para llegar a sus oficinas en el microcentro, como yo supe hacerlo meses atrás. Por suerte, ya no; no era feliz. Aunque su verdadero nombre es Plaza Portugal, yo le digo así porque
tenemos algo de confianza. No es muy grande pero está bien cuidada y tiene
banquitos de colores, justo ahí donde Crámer se transforma en un laberinto
borgeano y choca con Virrey del Pino, mientras también hace lo propio con Elcano.
Esta hora es especial en casi cualquier día pero hoy Crámer está vacía y su placita
también. No hay adolescentes trasnochados, ni restos de cerveza, ni señores
tomando mate o durmiendo en los banquitos. Es sábado y en enero la ciudad no
deja ver más que a un par de tipos paseando perros o chicas que salen a correr
para no perder jamás ese ritmo frenético en el que viven todo el año. Yo podría
salir a correr aunque todo el tiempo prefiero dar vueltas en la cama y
desayunar con el Chucho mientras uso algunas de sus camisetas de la Banda. Debe
ser lo más parecido a la felicidad que conozco. Eso y River campeón pero
desayuno en la cama o panchito en la plaza son, ahora, mis momentos preferidos
de la vida.
La placita de Crámer se encuentra junto a
las vías de un tren cuya estación no conozco, como tampoco su línea porque
nunca lo tomo. Puedo verlo pasar desde casi cualquier punto de la casa, salvo
en la cocina o al lado de la biblioteca. Me encanta ver pasar ese tren, aunque
no sé nada sobre él. Es celeste y blanco; en cambio, el mío es rojo. Una
casualidad divertida, dirán.
El Chucho se fue hace un rato y ya lo
extraño, no es muy difícil de admitirlo. Incluso lloré cuando su taxi se alejó.
Podría disculparme por mi sensiblería voraz pero, al fin y al cabo, sobre algo
de eso se trata el amor. Antes lloraba sólo cuando estaba triste o me habían
roto el corazón o no me entraba un jean y ahora también lo hago cuando soy muy
feliz. Casi sin darme cuenta, en esos micromomentos de paz que te dejan la mente
en blanco, ahí, pum, llanto. Ni idea, soy sólo una chica. Una que llora mucho.
Demasiado quizás.
Esta vez lo vi muy claro: fue una mezcla de todo.
La tristeza de extrañarlo cuando todavía duraba el abrazo y la felicidad de la
magia incipiente, febril. Esa triste felicidad. Como sea. Un poco lloré pero
después se me pasó, agarré un cuaderno suyo y volví a escribir. Acá decía “volví
a escribir como lo hacía antes” pero la realidad es que jamás será como fue
antes y me alegro de que así sea. A pesar y en contra de todos los pronósticos,
soy mucho más feliz. Luego de esa conclusión, lloré un poco más porque sé cuánto lo voy a
extrañar aunque sean sólo unos días y si hay algo peor que extrañar, es hacerlo por adelantado. Intento
volver a dormir pero es inútil, el pensamiento está ahí: el Chucho, la placita,
los panchitos, una canción, los abrazos, el amor.
04 de enero de 2014
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